martes, 29 de julio de 2014

De perros.

Siempre odié el sonido de un perro ladrando en mitad de la madrugada, cuando una está a punto de conciliar el sueño, no porque me resultase molesto, sino porque sabía que aullaba soledades y llantos, de esos que sólo una noche sin luna puede guardar. Porque sabía que deambulaba en busca de una verdad y un cobijo, y allí estaba yo, en una cálida cama, escuchando un ladrido que nadie iba a recordar.
Al cabo de un tiempo, tras muchas noches, muchas camas y muchos recuerdos, entendí que los más tristes, los más desgarradores, son los ladridos y llantos que no se oyen. Que no se dicen. Que viven por y para siempre angustiados en el silencio, enjaulados en un alma rota y abandonada.
¿Qué me dicen de esos perros tristes que no ladran?

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