domingo, 11 de agosto de 2013

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Hace unos minutos estaba mirando a mi conejito comer heno en su jaula. Me pregunté, si lo soltara en el campo, ¿volvería conmigo a su jaula? Yo le doy comida, le pongo heno, le doy agua fresca. Le pongo una manta a la jaula en las noches frías, y le cojo en brazos, lo acaricio un rato, también entre las orejas porque sé que le gusta especialmente. ¿Volvería conmigo a su jaula?
No, no volvería. Da igual si en el campo nadie le da de comer, da igual si tiene sed, da igual si allí no hay heno, da igual si nadie le acaricia, porque sólo un conejito idiota volvería a su jaula si lo soltase en el campo.
Aunque prometiera cambiarle el pienso por uno aún mejor y más caro, aunque le diera agua de primerísima calidad, aunque le diera más mimos de lo normal y prometiese soltarlo por casa dos horas al día como mínimo.
Sólo un conejito idiota volvería a su jaula si lo soltase en el campo. Él no lo sabe, pero yo sí. Y le miro, y me mira porque sólo a mí me conoce, y me quiere, a su manera, porque piensa que sólo puede quererme a mí. Pero, aunque él no sabe de campos, yo sé que no es idiota. No volvería a su jaula si lo soltase en el campo.

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